lunes, enero 09, 2006

A PROPOSITO DEL CAOS

Yo, la caótica.
Sólo pido un poco de orden en mi vida para protegerme del caos.
No hay cosa que resulte más dolorosa, más angustiante, que un pensamiento que se escapa de sí mismo, que las ideas que huyen, que desaparecen apenas esbozadas, roídas ya por el olvido o precipitadas en otras ideas que tampoco dominamos.
Son variabilidades infinitas cuyas desaparición y aparición coinciden.
Son velocidades infinitas que se confunden con la inmovilidad de la nada incolora y silenciosa que recorren, sin naturaleza ni pensamiento.
Es el instante del que no sé si es demasiado largo o demasiado corto para el tiempo.
Recibo latigazos que estallan como arterias porque incesantemente extravío mis excelentes ideas.
Por este motivo las personas se empeñan tanto en agarrarse a opiniones establecidas.
Sólo pedimos que nuestras ideas se concatenen de acuerdo con un mínimo de reglas constantes, y jamás la asociación de ideas ha tenido otro sentido, facilitarnos estas reglas protectoras, similitud, contigüidad, causalidad, que nos permiten poner un poco de orden en las ideas, pasar de una a otra de acuerdo con un orden del espacio y del tiempo, que impida a nuestra "fantasía" (el delirio, la locura) recorrer el universo en un instante para engendrar de él caballos alados y dragones de fuego.
Pero no existiría un poco de orden en las ideas si no hubiera también en las cosas o estado de cosas un anticaos objetivo: "Si el cinabrio fuera ora rojo, ora negro, ora ligero, ora pesado..., mi imaginación no encontraría la ocasión de recibir en el pensamiento el pesado cinabrio con la representación del color rojo". Y por último, cuando se produce el encuentro de las cosas y el pensamiento, es necesario que la sensación se reproduzca como la garantía o el testimonio de su acuerdo, la sensación de pesadez cada vez que sopesamos el cinabrio, la de rojo cada vez que lo contemplamos, con nuestros órganos del cuerpo que no perciben el presente sin imponerle la conformidad con el pasado. Todo esto es lo que pedimos para forjarnos una opinión, como una especie de "paraguas" que nos proteja del caos.
De todo esto se componen nuestras opiniones. Pero el arte, la ciencia, la filosofía exigen algo más: trazan planos en el caos. Estas tres disciplinas no son como las religiones que invocan dinastías de dioses, o la epifanía de un único dios para pintar sobre el paraguas un firmamento, como las figuras de una Urdoxa, de la que derivarían nuestras opiniones.
La filosofía, la ciencia y el arte quieren que desgarremos el firmamento y que nos sumerjamos en el caos. Sólo a este precio lo venceremos. Y tres veces vencedor crucé el Aqueronte. El filósofo, el científico, el artista parecen regresar del país de los muertos.
Lo que el filósofo trae del caos son unas variaciones que permanecen infinitas, pero convertidas en inseparables, en unas superficies o en unos volúmenes absolutos que trazan un plano de inmanencia secante: ya no se trata de asociaciones de ideas diferenciadas, sino de reconcatenaciones por zona de indistinción en un concepto. El científico trae del caos unas variables convertidas en independientes por desaceleración, es decir por eliminación de las demás variabilidades cualesquiera susceptibles de interferir, de tal modo que las variables conservadas entran bajo unas relaciones determinables en una función: ya no se trata de lazos de propiedades en las cosas, sino de coordenadas finitas en un plano secante de referencia que va de las probabilidades locales a una cosmogonía global.
El artista trae del caos unas variedades que ya no constituyen una reproducción de lo sensible en el órgano sino que erigen un ser de los sensible, un ser de la sensación, en un plano de composición anorgánica capaz de volver a dar lo infinito.
La lucha con el caos que Cézanne y Klee han mostrado en acción en la pintura, en el corazón de la pintura, vuelve a surgir de otra manera en la ciencia, en la filosofía: siempre se trata de vencer el caos mediante un plano secante que lo atraviesa. El pintor pasa por una catástrofe, o por un arrebol, y deja sobre el lienzo el rastro de este paso, como el del salto que le lleva del caos a la composición. Las propias ecuaciones matemáticas no gozan de una certidumbre apacible que sería como la sanción de una opinión científica dominante, sino que salen de un abismo que hace que el matemático "salte a pies juntillas sobre los cálculos", prevea otros que no puede efectuar y no alcance la verdad sin "darse golpes a uno y otro lado".
El pensamiento filosófico no reúne sus conceptos dentro de la amistad sin estar también atravesado por una fisura que los reconduce al odio o los dispersa en el caos existente, donde hay que recuperarlos, buscarlos, dar un salto. Es como si se echara una red, pero el pescador siempre corre el riesgo de verse arrastrado y encontrarse en mar abierto cuando pensaba llegar a puerto. Las tres disciplinas proceden por crisis o sacudidas, de manera diferente, y la sucesión es lo que permite hablar de "progresos" en cada caso. Diríase que la lucha contra el caos no puede darse sin afinidad con el enemigo, porque hay otra lucha que se desarrolla y adquiere mayor importancia, contra la opinión que pretendía no obstante protegernos del propio caos.
Un movimiento similar, sinuoso, serpentino, anima tal vez la ciencia. Una lucha contra el caos parece pertenecerle esencialmente cuando hace pasar la variabilidad desacelerada bajo unas constantes o unos límites, cuando la relaciona de este modo con unos centros de equilibrio, cuando la somete a una selección que sólo conserva un número pequeño de variables independientes en unos ejes de coordenadas, cuando instaura entre estas variables unas relaciones cuyo estado futuro puede determinarse a partir del presente (cálculo determinista), o por el contrario cuando hace intervenir tantas variables a la vez que el estado de cosas es únicamente estadístico (cálculo de probabilidades).
Se hablará en este sentido de una opinión propiamente científica conquistada sobre el caos como de una comunicación definida ora por unas informaciones iniciales, ora por unas informaciones a gran escala, y que va las más de las veces de lo elemental a lo compuesto, o bien del presente al futuro, o bien de lo molecular a lo molar. Pero, en este caso también, la ciencia no puede evitar experimentar una profunda atracción hacia el caos al que combate.
Si la desaceleración es el fino ribete que nos separa del caos oceánico, la ciencia se aproxima todo lo que puede a las olas más cercanas, estableciendo unas relaciones que se conservan con la aparición y desaparición de las variables (cálculo diferencial); la diferencia se va haciendo cada vez más pequeña entre el estado caótico en el que la aparición y la desaparición de una variabilidad se confunden, y el estado semicaótico que presenta una relación como el límite de las variables que aparecen o desaparecen.
La junción (que no la unidad) de los tres (filosofia, arte y ciencia) planos es el cerebro. Por supuesto, cuando el cerebro es considerado como una función determinada se presenta a la vez como un conjunto complejo de conexiones horizontales y de integraciones verticales que reaccionan unas con otras, como ponen de manifiesto los "mapas" cerebrales.
Entonces la pregunta es doble: ¿Las conexiones están preestablecidas, como guiadas por rieles, o se hacen y se deshacen en campos de fuerzas?¿Y los procesos de integración son centros jerárquicos localizados, o más bien formas que alcanzan sus condiciones de estabilidad en un campo del que depende la posición del propio centro?. Independientemente de las perspectivas consideradas, no resulta difícil mostrar que unos caminos, ya hechos o haciéndose, unos centros mecánicos o dinámicos, se topan con dificultades del mismo tipo.
Unos caminos ya hechos que se van siguiendo progresivamente implican un trazado previo, pero unos trayectos que se constituyen en un campo de fuerzas proceden mediante resoluciones de tensión que también actúan progresivamente (por ejemplo la noción de aproximación entre la fóvea y el punto luminoso proyectado sobre la retina, ya que esta posee una estructura análoga a la de un área cortical): ambos esquemas suponen un "plan", que no un objetivo o un programa, sino un sobrevuelo de la totalidad del campo.
Tampoco se puede decir que todo concepto es un cerebro. Pero el cerebro, bajo este primer aspecto de forma absoluta, se presenta en efecto como la facultad de los conceptos, es decir como la facultad de su creación, al mismo tiempo que establece el plano de inmanencia en el que los conceptos se sitúan, se desplazan, cambian de orden y de relaciones, se renuevan y se crean sin cesar.
El cerebro es el espíritu mismo.